CRONICA DE UN REENCUENTRO
Conozco (me resisto a hablar de él
en pasado) a Joaquín Jordá desde hace muchísimos años, pero nunca habíamos sido
amigos de verdad. Yo respetaba mucho su trabajo, él respetaba el mío. Cuando
podíamos colaborábamos juntos, (el pase de Un
cos al bosc en Rotterdam cuando yo trabajaba para ese festival; la
invitación a Pesaro dentro del programa de Nuevo Cine en España donde se
programó Monos como Becky; la
proyección de De nens en el Festival
de Donostia-San Sebastián). A veces discutíamos (él quería pasar 20 años no es nada en la Sección Oficial de San
Sebastián y yo le decía que no era una buena idea, al final no vino y eligió
Valladolid). Joaquín era un habitual en las exposiciones de mi marido Ramón
Herreros. Le gustaba mucho su pintura y había estado a punto de comprarle un
cuadro en una ocasión. Nos veíamos esporádicamente, siempre con placer.
Mi relación con él cambió a
principios del año 2006 cuando me llamó el director del Festival de Turín para
pedirme que organizara una retrospectiva de Joaquín Jordá para el festival de
este año. Le dije a Roberto Turigliato que encantada, que me apetecía mucho,
pero que debía saber que Jordá estaba muy enfermo. Él no tenía idea de su
enfermedad y me dijo que no importaba, que se hacía igual. Roberto vino a
Barcelona a mediados de marzo a ver las películas que no conocía en la Filmoteca. Se entusiasmó con
ellas y ahí empezó todo.
Hablé con Joaquín Jordá a mediados
de abril, justo pocos días antes de empezar el ciclo que el MACBA, en colaboración
con ARTELEKU y Donosti-Kultura, de San Sebastián, dedicaba a su obra. Fui a la
presentación del ciclo y le vi por primera vez desde hacía mucho tiempo. Desde
que estaba gravemente enfermo. La sorpresa fue enorme. Me encontré con un
Joaquín lleno de energía, de inteligencia, de fuerza. De sentido del humor y de
paciencia en una presentación bastante tediosa que insistía en afirmar su falta
de estilo como una virtud a la que él respondía: “Tal vez sea verdad, porque
jamás he jugado a tenerlo, a lo mejor tendré que ir digiriendo ese
criterio”. Y afirmaba con rotundidad:
“Desde que empecé, he tenido una cierta continuidad: un compromiso con la
realidad ética. Jamás me he contaminado haciendo cosas que no deseara hacer.
Eso es algo de lo que me siento muy orgulloso”. En esa presentación, Jordá
comentó cosas acerca del film que estaba montando y de un montón de proyectos
que bullían en su cabeza. Nadie habría dicho que era un hombre enfermo.
Al final del acto me encontré con
él y quedamos para vernos en la primera mesa redonda dedicada a él en el MACBA
unos días más tarde. La cita era delante del museo una hora antes de la mesa.
Cuando llegué allí, me encontré con que la zona estaba acordonada por la
policía. Por un momento pensé que era por su cine y por su figura, pero no. Los
Reyes de España, estaban inaugurando una exposición en el CCCB, justo al lado,
y eso eran medidas de seguridad. Medidas que hicieron que nuestra cita fuera
imposible: yo estaba en un sitio, Joaquín en otro, separados por un cordón de
policías. No fue grave, le vi un momento antes de la mesa y hablamos
rápidamente.
La mesa redonda fue tediosa,
aburrida y larguísima. Su paciencia iba desapareciendo poco a poco a medida que
oía los lugares comunes y las repeticiones habituales de su trayectoria en los
tiempos lejanísimos de la
Escuela de Barcelona y los años italianos que él, no quería
olvidar, pero si consideraba completamente superados y sobre todo completamente
distanciados de su trabajo y su vida actuales. Fue el primer momento en que me
di cuenta de que el famoso ictus que le afectó el cerebro en 1997 dejándole sin
la capacidad de leer y de orientarse, había sido en realidad un renacimiento
para él; comprendí que todo lo que había sido su vida antes le sonaba como si
fuera la vida de otra persona: el Joaquín Jordá anterior que ya no era el Joaquín Jordá de ahora.
También me di cuenta de otra cosa.
Joaquín había sido siempre, (antes y después del ictus) una persona muy
irascible, muy poco tolerante con la estupidez humana. Pero ahora, destilaba
una infinita paciencia (que se consumía lentamente en esa horrible y aburrida
mesa redonda) con las debilidades de unos y otros. Acabó por fin la pesadilla
del túnel del tiempo y tuve oportunidad de ir a cenar con él y un pequeño grupo
de gente.
Ese si fue mi primer reencuentro
con él. En la cena estuvo brillante, divertido, irónico, recordaba anécdotas de
todo tipo. Algunas ya se las había oído alguna vez, otras me resultaban nuevas.
Se me olvidó por completo su enfermedad viéndole hablar, comer, beber, fumar.
Al acabar la cena, Dária Esteva y yo le acompañamos hasta la calle de la Cera donde vivía desde que
volvió a Barcelona. Me despedí hasta el día siguiente en que había otra mesa
redonda.
Me temía lo peor (y él también),
pero lo cierto es que esta segunda mesa redonda resultó muy divertida, muy
movida y desde luego nada convencional. Gracias, sobre todo, a la intervención
de Manuel Delgado, viejo amigo de Jordá, que no tuvo reparos en decir que
“hacer un ciclo de tu cine en un museo como este es enterrarte antes de hora.
Este museo es el cementerio de los elefantes y tu cine merecía ser visto en la
calle”. Jordá se subió al carro que le
proponía su amigo y empezó a lanzar ideas desconcertantes: “lo primero que hago
por la mañana es escuchar la COPE
(cadena de radio de los obispos de extrema derecha) y empezar el día con las
diatribas de Federico Jiménez Losantos (director de uno de los programas más fascistas
de España). Es muy instructivo”. Luego se declaró fan de los culebrones de TV3
(El cor de la ciutat sobre todo).
Acabó reivindicando lo inesperado frente a lo previsible y la piratería frente
a la institucionalidad. Reconoció que en realidad había vuelto a nacer hacía
diez años y que por eso tenía una mentalidad tan libre y sin prejuicios y
reivindicó la figura de la Alicia de Lewis
Carroll como guía de conducta. Me lo pasé tan bien como, creo, que se lo pasó
él. Aproveché ese día para hablarle del proyecto de la retrospectiva y el
libro, pero sin profundizar en nada. Estaba contento, pero cansado.
Unos días más tarde, poco antes de
irme a Cannes, pasé por su casa a dejarle una carta donde le contaba
detalladamente la idea de la retrospectiva, del libro, el texto que había
escrito para la presentación en Turín. Pensaba que no le iba a encontrar y mi
idea era dejárselo a Alejandra, la chica que le estaba ayudando a poner orden
en sus cosas. Pero sí estaba. Estaba mal. Estaba en la cama. Le dolía el cuerpo
y su alma estaba también dolida. De pronto me di cuenta que si estaba enfermo,
que su apariencia de fortaleza nacía de una
enorme fuerza de voluntad, pero el cuerpo iba cediendo. Le deje la carta, le di
un beso y me marché, dejándole en compañía de un chico que le cuidaba con todo
amor.
Al volver de Cannes le llamé.
Estaba montando y no quería parar. Le pedí permiso para ir a montaje con él una
mañana. Me dijo que sí. Cuando llegué a Ovideo, me estaba esperando. Me
presentó a Nuria Esquerra, una chica muy joven y muy inteligente ex alumna suya
con la que estaba montando Más allá del
espejo. Estaban trabajando en el último corte y pude ver como se entendían
casi sin palabras. Fue un privilegio y un placer. Nuria interpretaba sus ideas
casi antes que las formulara. El film iba naciendo en la pantalla. Me contó la
historia de Esther Chumilla, la chica con agnosia que ha conseguido superar la
parálisis y ahora da clases a niños con problemas; de Rosario, la profesora murciana que padece alexia; de
Yolanda, la chica ciega que ha superado su situación; de él mismo. Habló mucho
y con calma de lo que era ese film para él.
Al mediodía le acompañé hasta su
casa. Tenía que ir al médico. Se le veía cansado, pero muy contento del trabajo
que estaba saliendo.
Al día siguiente venía Roberto
Turigliato a Barcelona para conocerle aprovechando que se acababa el ciclo en
el MACBA y se iban a proyectar imágenes de sus últimos trabajos. Se lo presenté
en medio de un animado grupo de gentes del cine que pululaban por los
alrededores del CCCB, donde se estaba celebran el Congreso de Cine Europeo, y
el MACBA. Estaban ahí Marc Recha, Ricardo Íscar, José Luís Guerín, … Había un
cierto desconcierto, nadie sabía que se iba a ver exactamente. Al final se pusieron
los dos cortos sobre urbanismo que integran Descontrol
urbano, que acababa de realizar. Después hubo una mesa redonda llena de
tensiones en la que el tema central fue el enfrentamiento entre cine en 35 mm y cine digital. Joaquín
se alineó con Recha en la defensa a ultranza del cine en celuloide y 35 mm ., aunque se le notaba
irritado, como si esa absurda discusión fuera una solemne tontería cuando había
cosas más serias en juego: la vida, por ejemplo.
Esa noche se marchó con su mujer,
María Antonia, sin esperar a charlar con nadie. Yo había hecho una cita con él
al día siguiente, en la terraza del bar de la Filmoteca en las
Ramblas, para que pudiera hablar con Roberto antes de la presentación del libro
de Laia Manresa.
Fue puntual y más que puntual.
Llegó incluso antes de la hora. Esa conversación bajo un sol de justicia un día
de junio, iba a ser la última que tenía con él. Roberto y Joaquín se
entendieron muy bien. Hablaban el mismo idioma (y no me refiero al italiano),
Roberto escuchaba con atención las cosas que Jordá le contaba de su etapa
italiana, de su vida en Roma, de los films que había hecho para el Partido
Comunista Italiano, del proyecto de hacer una película sobre la mujer de Toni
Negri, de su último encuentro con el ex brigadista en San Sebastián un par de
años antes. Habló de sus proyectos y de la ilusión que le hacía la
retrospectiva de Turín. Al acercarse la hora de la presentación del libro de
Laia Manresa, le recordé que debíamos ir al Palau Marc. Se sintió ligeramente
desorientado al bajar a la calle, pero enseguida aceptó la ayuda para llegar al
lugar donde le esperaba una Laia nerviosa pero feliz.
No había mucha gente en la sala,
pero todos eran amigos. Roc Villas los presentó, Laia leyó la introducción del
libro y luego habló él. Habló de Laia, de la gente que trabajaba con él, de sus
chicas, de sus alumnos, de su vida. Habló de su enfermedad con una entereza y
una sencillez que desarmaba; habló del ictus, del coma, del cáncer. Habló de
cómo había cambiado su vida para bien después de cada uno de estos
“incidentes”. “Nunca habría hecho las películas que he hecho si no hubiera
tenido el infarto cerebral. Mi idea, antes de eso, era retirarme a leer todo lo
que me faltaba por leer y releer todo lo que quería releer. Como me quedé sin esa
posibilidad, busqué en la imagen una ayuda y la imagen me llevó a hacer el cine
que he hecho en estos diez años”. Habló del cáncer no como un enemigo al que
vencer, sino como algo con lo que convivir, aprendiendo de él cada día. Habló
del inmediato pasado y el inmediato futuro. Acabar el film que tenía entre
manos, comenzar el musical… Fue impresionante. Entonces no me di cuenta, pero
fue una despedida.
Jordá se fue a comer con Laia y Roc
Villas. Le di un beso y le emplacé a un encuentro después de su viaje a San
Sebastián donde iba a clausurar el ciclo. Ya no le vi más. Joaquín acabó de
montar la película con Nuria Esquerra el martes 20 de junio; viajó a Donostia
el 21; volvió el 22 y… tiró la toalla. Estaba demasiado cansado y en su enorme
capacidad de decidir sobre su propia vida y su propia muerte, escogió morir sin
dolor, sin agonía, sin espanto. Al contrario, con la paz y la serenidad de
quién sabe que ha hecho siempre lo que ha querido (y lo que ha debido) en todos
los ámbitos de su existencia.
Me enteré de su muerte el día 24 al
mediodía. Fue un golpe, no por sabido más inesperado. Me había acostumbrado
tanto a la idea de que iba a durar
mucho tiempo, que no supe como reaccionar a
la idea de que ya no le vería más. Pasé toda la tarde sumida en una
tristeza enorme. Hasta que me di cuenta que no era eso lo que Joaquín habría
querido. El habría querido que se sacara de su muerte una nueva experiencia de
vida, que sirviera para fructificar, no para cerrar o clausurar. Él habría
querido que siguiera adelante. Y me di cuenta, de pronto, que Joaquín había
muerto en el día más bonito del año: el 24 de junio, el día de San Juan, el día
más largo, más luminoso, más vital; el día en que la naturaleza se renueva y
renace. Y pensé que era un regalo que nos hacía a todos, una señal si se
quiere, de renovación y de renacimiento.
Al día siguiente, en la reunión
informal que se hizo entorno a su cuerpo en el Cementerio de Collserola, me
sentí extrañamente bien. Al principio no quería verlo, pero luego me pregunté.
¿Por qué no? Joaquín estaba guapo, más guapo de lo que nunca le había visto.
Con una sonrisa de felicidad y de serenidad que le iluminaba el rostro. Dormía
y soñaba. Estoy segura que soñaba con ese espacio esponjoso y cálido del que
hablaba a veces con nostalgia. No fue una despedida, fue un hasta pronto.
Este libro y esta retrospectiva son
el cumplimiento de ese hasta pronto que le debía y que me debía a mi misma y a
todos los que han colaborado para que sea posible. Gracias a todos, gracias a
ti, Joaquín.
Barcelona, 28 de junio de 2006
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