Retrato a dos voces
Siempre he pensado que una de las
mejores formas de conocer a las personas era entrar en sus casas porque las
casas te dicen de verdad como es la gente sin necesidad que nadie te lo
explique. En el caso de Arturo Ripstein y Paz Alicia Garciadiego, una visita a
su casa resulta tremendamente iluminadora sobre su manera de ser.
Arturo y Paz Alicia, Rip y Paz como se
llaman entre sí, viven en el décimo piso de un edificio de la Colonia Condesa,
uno de los barrios más bonitos de Ciudad de México, rodeados por dos grandes
parques: el Parque España y el Parque México. Ripstein nació en esta misma
colonia y prácticamente no se ha movido nunca de ella. Ni siquiera cuando el
gran temblor de 1985 la destruyó en un 50%.
A la casa se entra directamente desde
el ascensor y uno no puede imaginar al pisar el oscuro vestíbulo, la cantidad
de niveles que tiene esa vivienda. Primer dato significativo: como sus
películas Rip y Paz no habitan un lugar amplio y despejado, sino una casa llena
de rincones, habitaciones escondidas y territorios ocultos que tan solo
desvelan a los extraños si les apetece hacerlo.
A la izquierda de la entrada se
encuentra una cocina funcional, un comedor pensado para comer y no para lucir y
una amplia y luminosa salita que abre sus puertas a una terraza cuajada de
plantas. En esta sala, donde no faltan botellas de todo tipo, es donde reciben
a los amigos. Es uno de los centros de la casa. Pero hay otros.
A la derecha de la entrada se abre una
pequeña habitación: es el estudio de Paz. Ordenada casi hasta niveles
patológicos, Paz llega incluso a cubrir cada noche su ordenador con un precioso
tapete de tela. En las paredes llenas de libros se puede ir descubriendo una
biografía en fotos de Paz: cuando era pequeña, con Ripstein, sus hijas. Todo
ocupando el lugar justo para que este espacio sea el más confortable a la
creación de sus universos barrocos. Parece que Paz necesitara un orden espacial
donde poder desarrollar el caos emocional de sus complicadas y elaboradas historias.
Una escalera semioculta conduce al
piso de arriba donde está el estudio de Arturo. Un poco más grande que el de
Paz, está tan lleno de cosas que parece que no haya espacio para moverse. Las
librerías no contienen solo libros y guiones. En ellas se acumula una multitud
de pequeños objetos ya que Ripstein es aficionado a las miniaturas de cualquier
cosa: flores, animales, muebles, calaveras. Todo pasa a engrosar un museo que
desvela algunas de sus obsesiones y que se traduce en su cine en cuidados y pequeños
detalles que no siempre se descubren en una primera visión. Entre todos estos
objetos hay unos cuantos privilegiados: son las cosas que heredó de don Luis
Buñuel, cosas que Ripstein conserva con una veneración que no reconoce
verbalmente, aunque la expresa con sus gestos.
Pero lo mejor de ese piso de arriba es
la terraza a la que se sale por una ventana- nada es sencillo en el universo de
los Ripstein-. Una terraza desde la que se contempla una de las imágenes más
insólitas y atractivas de la
Ciudad de México, una vista de la enorme metrópoli, y a lo
lejos, en los días claros, los dos grandes volcanes que velan sobre el Distrito
Federal desde tiempos inmemorables, el Popocatepetl y el Itztazihuatl.
Hablar con los Ripstein es siempre
apasionante. Puedes incluso discutir con ellos –son muy peleones y el Wrong
(equivocado) de Arturo cae continuamente para contradecir a sus interlocutores.
Compartir con ellos una charla es siempre un ejercicio de agilidad mental. Pero
son muy distintos. Mientras Arturo es más reflexivo, Paz es un torrente
descriptivo. Ambos se complementan y de escucharlos juntos se obtiene una
información mucho mayor que si solo se hablara con uno. Paz es la palabra arrebatadora,
ya sea contando como conoció a Ripstein, el rescate de La mujer del puerto en
una carretera perdida de California o su última pelea con un empleado que
pretendía –iluso- impedirle subir a un avión. En cambio Arturo es la mirada
escrutadora. Excelente combinación: Paz habla –por tanto escribe guiones-,
Arturo mira –lógicamente hace películas.
En la vida de ambos hay un antes y un
después clarísimo: el año 1985. El año que tembló México pusieron las bases de
su vida en común. Se conocieron unos años antes, pero fue en septiembre de 1985
cuando decidieron vivir y trabajar juntos. Antes de eso para Arturo hubo
películas, hijos y problemas; en el caso de Paz hubo maridos, hijas y
problemas. Desde entonces hay, para los dos, una comunión de ideas y de
proyectos en los que han incorporado todo su pasado en un futuro único. Forman
una de esas extrañas parejas de cine –solo me viene a la memoria otra muy
distinta, pero igualmente fascinante, la de Jean-Marie Straub y Danielle
Huillet- en la que el trabajo y la vida están tan integrados que no hay
posibilidad de separarlos.
Por eso esta entrevista, realizada a
principios de marzo de 1997 en su casa de México, los tiene a los dos de
protagonistas. Al principio Arturo hablaba y de vez en cuando Paz le
interrumpía con un “pérate, pérate, déjame contarlo”. A medida que la conversación
llegaba a la época de su trabajo en común, ya no había interrupciones sino un
diálogo entre ellos y nosotros.
(Arturo Ripstein. Festival
Internazionale de Cinema Giovani, Turín, 1997)
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