Se cumplen 25 años de la caída del Muro de Berlín. Para recordar ese momento he rescatado un texto que escribí en el libro de festivales La vuelta al mundo en 20 festivales que recoge una visita a Berlin en octubre de ese año.
Interludio
otoñal
Volví a Berlín
en octubre de 1989 para formar parte del jurado de selección de los Premios
Félix que la recién fundada Academia de Cine Europeo otorgaba por segunda vez.
La experiencia fue extraordinaria. Llegué un día por la tarde. En el aeropuerto
me esperaba una chica española, Cristina, que se iba a encargar de cuidarnos,
junto con un americano llamado Stefan, durante todo el tiempo que durara
nuestro trabajo. Cristina me acompañó a un pequeño hotel en la Kudamm porque hasta el día
siguiente no podía entrar en el lujoso Hotel Esplanade donde nos íbamos a
alojar. Fue una noche extraña en la que me sentí transportada a los años
treinta, esperando ver salir a Liza Minnelli de cualquier habitación dispuesta
a irse a trabajar al Cabaret. Fue fantástico comprobar que en Berlín todavía
había casas con aroma a entreguerras. Al día siguiente me trasladé al Esplanade
y pasé de golpe de los años treinta al futuro.
De los miembros
del jurado que compartieron conmigo esos días hay dos que recuerdo con especial
cariño: Johanna ter Steege, una jovencísima actriz holandesa que llegó sin
equipaje y a la que tuve que socorrer con productos de primera necesidad
femenina hasta que aparecieron sus maletas al día siguiente y Lelia Doolan, una
directora de documentales irlandesa, inteligente, brillante y muy divertida. Con
las dos me sentí bien, aunque debo
reconocer que todos los miembros del jurado fueron muy buenos compañeros. De
todos ellos, al único que sigo viendo con asiduidad es a Andrei Plakhov, el
crítico ruso más famoso del mundo. La directora checa Vera Chytilova ha
desaparecido del mapa, del realizador alemán Hark Bohm no se sabe nada desde
hace años, igual que de Jörn Donner, el prestigioso director nórdico, que
parece haber dejado de trabajar en los últimos tiempos. A Johanna la veo de vez
en cuando, la última vez en San Sebastián del año 2005 donde presentaba una
interesante película belga. Fue muy agradable reencontrarme con ella, más
mayor, pero igual de tranquila y con una belleza serena asentada por la edad.
En los ocho días
que estuvimos en Berlín vimos muchísimas películas de distintos países. Unas
muy malas, otras muy buenas. Discutimos mucho ya que teníamos criterios muy
contrapuestos y trabajamos de una forma incansable. Nos reuníamos cada mañana
en las salas del Cine Center, el espacio ocupado por el mercado del film
durante el festival. Allí nos pasaban las películas que decidíamos ver íntegras
o a medias según un criterio de la mayoría. Por la noche volvíamos cansadísimos
al hotel, uno de los más grandes de Berlín, un inmenso y moderno
edificio en el que te perdías por los pasillos y salones futuristas. Lo mejor
que tenía era una piscina cubierta que nos servía para relajarnos al volver de
las maratonianas sesiones. Yo no llevaba traje de baño, pero en el hotel te
regalaban uno sin problemas. Desde entonces, nunca viajo a ningún sitio sin
paraguas y sin traje de baño: nunca se sabe dónde vas a encontrar una piscina
aunque sea invierno. Para mí fue una sorpresa encontrarme con un Berlín verde,
con árboles llenos de hojas y calles sin nieve en las que las bicicletas te
atropellaban en cuanto te descuidabas. Parecía otra ciudad. Nuestros dos
ángeles de la guarda nos cuidaban en todo momento: Cristina, con la que mantuve
una larga amistad hasta que desapareció de mi vida sin saber por qué, y Stefan,
un chico americano encantador que sabía hacer comida japonesa, nos acompañaban
a todas partes. Con ellos disfrutamos de un paseo por los alrededores del
Wansee, el enorme lago donde los berlineses se refugian en verano lleno de
rincones románticos, como el lugar donde se suicidó Hölderlin. La ciudad vivía
uno de sus momentos más importantes históricamente. La caída del muro parecía
inminente, todo el mundo estaba excitado. Una noche Aina Bellis, secretaria y
alma de los Félix, me llevó a pasear por Kreuzberg. Caminamos mucho rato junto
al muro, contemplando los grafittis y entramos en la famosa iglesia de
Marianemplatz cuyos muros formaban parte del Muro. Fue un paseo magnífico que
acabó en una pequeña taberna bebiendo vino. Ni una ni otra podíamos imaginar que
esa iba a ser una de las últimas oportunidades de ver el muro. Poco menos de un
mes más tarde, el símbolo de la
Guerra Fría desaparecería para siempre. Pero aún tuvimos
tiempo de vivir una jornada histórica. Impulsados por Donner, convencimos a
Aina, Marion y Fátima, las tres magas de los Premios Félix, de ir a Berlín
Oriental el día que Gorbachov presidía un gran desfile patriótico junto con
Honecker. Pasamos por Checkpoint Charlie con cierto temor (Jörn Donner era
miembro del parlamento finlandés y podía tener problemas diplomáticos), pero
una vez en la zona oriental nos dimos cuenta de que habíamos llegado a una gran
fiesta. La contradicción entre el desfile oficial con las banderitas y los
niños uniformados y los grandes grupos de jóvenes que se manifestaban por su
lado exigiendo cambios radicales, producía un cierto vértigo. Llegamos hasta la
famosa avenida Unter den Linden donde se congregaban las fuerzas de seguridad y
alcanzamos a ver y oír a Gorbachov en un discurso que iba a hacer historia. Fue
la última vez que Honecker apareció en público. El mundo estaba a punto de dar
un giro radical. Tras casi cuarenta y cinco años de guerra fría, de política de
bloques, de espías y de ideologías opuestas, la caída del muro de Berlín se iba
a llevar por delante, no sólo las piedras que lo sustentaban, sino una manera
de entender la sociedad. Esos días otoñales, frescos, pero limpios, verdes y
dorados fueron de los mejores de mi vida profesional. En ese momento sentía que
de verdad se podía hacer algo por la construcción del cine europeo, que había
que luchar por ello. Hoy, la verdad, soy mucho más escéptica.
(Publicado en el libro LA VUELTA AL MUNDO EN VEINTE FESTIVALES)
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