El futuro del cine europeo
Reflexiones a partir del Festival de Cannes
A principios del siglo XIX Europa vivió un momento de grandes cambios. Al margen de cuestiones políticas o imperiales, Francia se convirtió en un punto de referencia para todo lo que significaba libertad y modernidad. La cultura asimilada a la manera francesa se extendía como una nube protectora de París a Moscú, de Varsovia a Nápoles, de Madrid a Berlín, y despertaba a las naciones adormecidas desde hacía siglos. Pero Francia no era Francia, sino Napoleón y el emperador se encontró con una oposición feroz por parte de los países que acabarían venciéndole. Aunque en realidad el vencido no fue su ejército, sino la inteligencia de la cultura que sucumbió ante la insolidaridad británica, el primitivismo feudal ruso, el caos italiano y el ultraconservadurismo católico español.
Si el 2 de mayo de 1808 no se hubiera producido una rebelión popular en Madrid, si el Timbaler del Bruc no hubiera redoblado su tambor marcando el inicio de la Guerra de Independencia, y si, por el contrario, hubieran triunfado los liberales y afrancesados, el absolutismo de Fernando VII, que sumió a España en el atraso impidiendo su incorporación a la historia moderna y dando origen a la idea de que África empieza en los Pirineos, quizás no se habría impuesto de forma tan brutal como lo hizo.
La verdad es que resulta un poco surrealista empezar un artículo de cine que pretende analizar la situación actual del séptimo arte hablando de un momento histórico de hace casi doscientos años. Y sobre todo haciéndolo de una manera muy particular, heterodoxa y en absoluto rigurosa desde el punto de vista histórico, sino sobre la base de las lecciones de historia de un lejano pasado universitario y especialmente en el recuerdo imborrable de la lectura de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós en los que, desde una aparente glorificación de los héroes de la patria, descubrí que España tuvo la oportunidad de un desarrollo histórico diferente, abortada por un sentimiento ultramontano, católico y nacionalista que acabó con la posibilidad de ser europeos y cuyas consecuencias aún continuamos padeciendo en 1994.
La explicación de esta introducción viene al caso porque a raíz de la lectura de las crónicas publicadas en España, y más concretamente en Madrid, sobre el último Festival de Cannes, en donde no hubo ninguna película española ni en competición ni en el resto de secciones, tuve una sensación de tristeza al darme cuenta de un cierto tufillo en las acusaciones de chovinismo que se hacían sistemáticamente al certamen y, por extensión, al cine francés y sus esfuerzos para consolidar no solo su cine, sino “el cine”. Supongo que podía ser una sensación parecida a la que debía tener un enamorado de Molière o un admirador de David, que veía como se los denigraba en 1810 simplemente por ser franceses.
El nacionalismo en cualquiera de sus manifestaciones, es reduccionista y aislante. Cuando además este nacionalismo se esfuerza por consolidarse a costa de eliminar a los demás, se vuelve sospechosamente racista. En España se ha hablado mucho del nacionalismo catalán o vasco, pero el nacionalismo español, asociado históricamente al catolicismo y a la reacción, es uno de los más peligrosos que hay. Cuando una cultura se reafirma a si misma contra el resto, se envilece, se empobrece. Cuando una cultura pone por delante de otros valores propios la lengua y la raza, cae irremediablemente en la insolidaridad y el dogmatismo. En España sabemos de esto, ya que durante el franquismo se vivió bajo la idea de una España única. Ahora, casi veinte años después de la muerte de Franco, existen signos alarmantes de un renacimiento de esta manera de pensar, tanto en el Madrid de las derechas o las izquierdas como en la Cataluña más intolerante e inmovilista.
Pero me he vuelto a alejar del tema que ha provocado estas líneas: advertir sobre una actitud ultranacionalista en el terreno del cine en sectores de opinión que lógicamente no deberían tenerlo y defender la actitud francesa en relación con el cine internacional. Como prueba de esto solo dos citas de dos de los periodistas más prestigiosos y menos sospechosos de ser reaccionarios y conservadores:
“Si te molestas en observar detenidamente los títulos de crédito de las películas, descubres que la presencia de cine camboyano, ruso, rumano, portugués, etc., se debe no a la magnánima vocación internacionalista del comité de selección, sino a que Francia ha producido o coproducido esas películas. Si el cine español quiere estar presente en Cannes en las próximas ediciones ya sabe el impuesto revolucionario que debe pagar a estos profesionales del cohecho y del morro excesivo” (Carlos Boyero, El Mundo, 21 de mayo de 1994)
“... reveladora del desprecio absoluto con que se trata aquí a obras extranjeras astronómicamente superiores a ellas, como las de Abbas Kiarostami y Arturo Ripstein, que han sido castigadas a la clandestinidad... Tal atropello ha arrojado de pronto luz sobre el hecho que más de la mitad de las películas a concurso son francesas. Y todo esto, junto a multitud de signos que ahora toman cuerpo, revela inequívocamente que Cannes 94 está siendo instrumento de una estrategia comercial destinada más que a frenar a Hollywood en el control del mercado europeo, a que Francia ocupe el lugar de Hollywood en el dominio del mercado.” (Ángel Fernández Santos, El País, 20 de mayo de 1994).
Está claro que hace falta un 2 de mayo cinematográfico para librar a Europa de los tentáculos franceses. Aunque lo más curioso es que las dos películas de las que habla Fernández Santos, A través de los olivos de Abbas Kiarostami y La reina de la noche, de Arturo Ripstein, existen en gran medida gracias al dinero francés. Sin esta ayuda –ya sea en coproducción o en distribución-, sin el “imperio gabacho”, no las habrían podido hacer con la misma libertad y creatividad. Por otro lado, asimilar el colonialismo norteamericano que impone sus productos, que homogeneiza a la gente, que agrede con sus modas y que sobre todo, intenta que el resto del mundo simplemente no haga cine, con el trabajo que hace actualmente Francia, es, o bien una ingenuidad o bien una maldad.
Delante del coloso norteamericano, Francia lucha por consolidar una industria europea diferencial. Consciente que Europa no es una sino muchas, y que en esta variedad radica precisamente su riqueza, apoya y potencia las diferencias; por eso da a rusos, polacos, rumanos, portugueses, checos... la posibilidad de que puedan hacer cine ruso, polaco, rumano, portugués, checo... No un cine a la francesa o en francés, y mucho menos, un cine de modelo americano que es, en definitiva, el que el público medio quiere consumir, sino el que representa la riqueza a partir de la realidad de cada país. Es esta actitud la que ha permitido a Kieslowski rodar su trilogía de los colores compuesta por tres films: uno en París, otro en Varsovia y un tercero en Ginebra; o la que ha recuperado a Manuel de Oliveira, y le ha dado los medios para que continuara haciendo cine cuando en Portugal se le daba por muerto y enterrado.
Pero Francia extiende su área de influencia hacia otros lugares del planeta. En la edición de mayo de la revista Le Film Africain, Michael Roussin, ministro de la Cooperación, explicaba: “Desde 1991, cuarenta y tres películas de ficción y ciento treinta y un cortometrajes han recibido una ayuda. Veinte millones de francos al año se destinan al cine y al audiovisual africano...”. No se trata de que directores franceses se vayan a rodar a África, sino que Souleiman Cissé, Idrisa Ouedrago, Mohamed Camar y muchos otros directores africanos, puedan hacer un cine que nunca podrían levantar de otra manera, tal como reconocen en la editorial de la misma revista, donde se puede leer: “Está clara la importancia de las coproducciones internacionales para el surgimiento de cinematografías nuevas. Un país como Guinea Bissau, históricamente y humanamente rico, pero económicamente desprotegido, nunca habría podido encontrar los recursos necesarios para la producción de un film internacional. A pesar de que el partenaire esencial del cine africano sigue siendo Francia, parece que por fin se empiezan a instalar otras fuentes de financiación internacional.”
Sin el esfuerzo francés no habría cine africano, ni el cine árabe que ha encontrado en esta financiación la forma de escabullirse de la represión y la censura integrista. Francia ha potenciado el cine oriental más allá de China y Japón e incluso ha asumido la tarea de salvar de la hoguera y la inanición a cineastas sudamericanos. Francia no impone una forma de hacer cine. Su forma de trabajar consiste en aprovechar lo que cada cineasta, cada país, tiene de diferencial. ¿Que parecido hay entre Gente del arrozal, del camboyano Rithy Panh, con Auf wiedersen Amerika, del independiente alemán Jan Schütte? ¿En que se parecen Un verano inolvidable, del rumano Lucien Pintillé, con Fausto, del checo Jan Svankmajer? ¿Que elemento tienen en común Sin compasión, del peruano Francisco Lombardi, con Katia Ismailova, del ruso Valeri Todorvski? Nada, con la excepción que todas tienen una parte de su financiación garantizada por Francia.
Pero no hace falta pertenecer al Tercer Mundo geográfico o social –la ex-Europa del Este, por ejemplo- para acceder a las ayudas francesas, mejor dicho a la coproducción francesa, ya que nunca se ha planteado como una caridad, sino como una inversión que busca el beneficio en lo que los acuerdos del GATT denominan “excepción cultural”. Directores italianos de la categoría de Nanni Moretti o de Giuseppe Tornatore, trabajan con capital francés; el mismo Hal Hartley, independiente de Nueva York, ha hecho su última película Amateur, gracias a una importante cantidad de dinero francés. En España, Bigas Luna y Almodóvar se han dado cuenta que esta es una de las vías de financiación. No la única, evidentemente. La imaginación permite descubrir muchas maneras de coproducción sin caer en el europúding que la inexperiencia colectiva puso de moda a mediados de los años ochenta. Hace pocos meses, Volker Schlöndorff , uno de los directores alemanes más prestigiosos, reconocía en una entrevista concedida en Madrid, en la que hablaba de su trabajo al frente de los recientemente recuperados Estudios Babelsberg de Berlín, que “afortunadamente por fin se los va a quedar un consorcio francés. Digo afortunadamente, porque no encontramos ningún inversor alemán dispuesto a asumir el riesgo, pero también porque al menos los franceses creen en el futuro del cine. Si fueran alemanes, aquí solo se haría televisión.” El futuro del cine, esta es la clave que justifica este artículo.
No querría que de la lectura de estas líneas se dedujera que Francia es el paraíso terrenal ni mucho menos. El cine es una industria, el cine es un negocio, y los franceses lo saben como todo el mundo. Sencillamente es que consideran que el cine no se acaba en sus fronteras y menos ahora, y que el futuro del que hablamos pasa por la cooperación hacia terceros países. La fórmula parece útil, aprovechable en diferentes sitios: esto estimula a los productores de todo el mundo a embarcarse en operaciones parecidas. Holanda, Alemania y evidentemente Inglaterra, tienen programas de producción abiertos. Pero de momento Francia continua siendo el soporte de las cinematografías nuevas, pobres o que tienen dificultades.
(Barcelona, septiembre 1994)
No hay comentarios:
Publicar un comentario