sábado, 8 de noviembre de 2014

BERLIN 1989

Se cumplen 25 años de la caída del Muro de Berlín. Para recordar ese momento he rescatado un texto que escribí en el libro de festivales La vuelta al mundo en 20 festivales que recoge una visita a Berlin en octubre de ese año.

Interludio otoñal
Volví a Berlín en octubre de 1989 para formar parte del jurado de selección de los Premios Félix que la recién fundada Academia de Cine Europeo otorgaba por segunda vez. La experiencia fue extraordinaria. Llegué un día por la tarde. En el aeropuerto me esperaba una chica española, Cristina, que se iba a encargar de cuidarnos, junto con un americano llamado Stefan, durante todo el tiempo que durara nuestro trabajo. Cristina me acompañó a un pequeño hotel en la Kudamm porque hasta el día siguiente no podía entrar en el lujoso Hotel Esplanade donde nos íbamos a alojar. Fue una noche extraña en la que me sentí transportada a los años treinta, esperando ver salir a Liza Minnelli de cualquier habitación dispuesta a irse a trabajar al Cabaret. Fue fantástico comprobar que en Berlín todavía había casas con aroma a entreguerras. Al día siguiente me trasladé al Esplanade y pasé de golpe de los años treinta al futuro.
De los miembros del jurado que compartieron conmigo esos días hay dos que recuerdo con especial cariño: Johanna ter Steege, una jovencísima actriz holandesa que llegó sin equipaje y a la que tuve que socorrer con productos de primera necesidad femenina hasta que aparecieron sus maletas al día siguiente y Lelia Doolan, una directora de documentales irlandesa, inteligente, brillante y muy divertida. Con las dos me sentí  bien, aunque debo reconocer que todos los miembros del jurado fueron muy buenos compañeros. De todos ellos, al único que sigo viendo con asiduidad es a Andrei Plakhov, el crítico ruso más famoso del mundo. La directora checa Vera Chytilova ha desaparecido del mapa, del realizador alemán Hark Bohm no se sabe nada desde hace años, igual que de Jörn Donner, el prestigioso director nórdico, que parece haber dejado de trabajar en los últimos tiempos. A Johanna la veo de vez en cuando, la última vez en San Sebastián del año 2005 donde presentaba una interesante película belga. Fue muy agradable reencontrarme con ella, más mayor, pero igual de tranquila y con una belleza serena asentada por la edad.
En los ocho días que estuvimos en Berlín vimos muchísimas películas de distintos países. Unas muy malas, otras muy buenas. Discutimos mucho ya que teníamos criterios muy contrapuestos y trabajamos de una forma incansable. Nos reuníamos cada mañana en las salas del Cine Center, el espacio ocupado por el mercado del film durante el festival. Allí nos pasaban las películas que decidíamos ver íntegras o a medias según un criterio de la mayoría. Por la noche volvíamos cansadísimos al hotel, uno de los más grandes de Berlín, un inmenso y moderno edificio en el que te perdías por los pasillos y salones futuristas. Lo mejor que tenía era una piscina cubierta que nos servía para relajarnos al volver de las maratonianas sesiones. Yo no llevaba traje de baño, pero en el hotel te regalaban uno sin problemas. Desde entonces, nunca viajo a ningún sitio sin paraguas y sin traje de baño: nunca se sabe dónde vas a encontrar una piscina aunque sea invierno. Para mí fue una sorpresa encontrarme con un Berlín verde, con árboles llenos de hojas y calles sin nieve en las que las bicicletas te atropellaban en cuanto te descuidabas. Parecía otra ciudad. Nuestros dos ángeles de la guarda nos cuidaban en todo momento: Cristina, con la que mantuve una larga amistad hasta que desapareció de mi vida sin saber por qué, y Stefan, un chico americano encantador que sabía hacer comida japonesa, nos acompañaban a todas partes. Con ellos disfrutamos de un paseo por los alrededores del Wansee, el enorme lago donde los berlineses se refugian en verano lleno de rincones románticos, como el lugar donde se suicidó Hölderlin. La ciudad vivía uno de sus momentos más importantes históricamente. La caída del muro parecía inminente, todo el mundo estaba excitado. Una noche Aina Bellis, secretaria y alma de los Félix, me llevó a pasear por Kreuzberg. Caminamos mucho rato junto al muro, contemplando los grafittis y entramos en la famosa iglesia de Marianemplatz cuyos muros formaban parte del Muro. Fue un paseo magnífico que acabó en una pequeña taberna bebiendo vino. Ni una ni otra podíamos imaginar que esa iba a ser una de las últimas oportunidades de ver el muro. Poco menos de un mes más tarde, el símbolo de la Guerra Fría desaparecería para siempre. Pero aún tuvimos tiempo de vivir una jornada histórica. Impulsados por Donner, convencimos a Aina, Marion y Fátima, las tres magas de los Premios Félix, de ir a Berlín Oriental el día que Gorbachov presidía un gran desfile patriótico junto con Honecker. Pasamos por Checkpoint Charlie con cierto temor (Jörn Donner era miembro del parlamento finlandés y podía tener problemas diplomáticos), pero una vez en la zona oriental nos dimos cuenta de que habíamos llegado a una gran fiesta. La contradicción entre el desfile oficial con las banderitas y los niños uniformados y los grandes grupos de jóvenes que se manifestaban por su lado exigiendo cambios radicales, producía un cierto vértigo. Llegamos hasta la famosa avenida Unter den Linden donde se congregaban las fuerzas de seguridad y alcanzamos a ver y oír a Gorbachov en un discurso que iba a hacer historia. Fue la última vez que Honecker apareció en público. El mundo estaba a punto de dar un giro radical. Tras casi cuarenta y cinco años de guerra fría, de política de bloques, de espías y de ideologías opuestas, la caída del muro de Berlín se iba a llevar por delante, no sólo las piedras que lo sustentaban, sino una manera de entender la sociedad. Esos días otoñales, frescos, pero limpios, verdes y dorados fueron de los mejores de mi vida profesional. En ese momento sentía que de verdad se podía hacer algo por la construcción del cine europeo, que había que luchar por ello. Hoy, la verdad, soy mucho más escéptica.
(Publicado en el libro LA VUELTA AL MUNDO EN VEINTE FESTIVALES)
           



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