sábado, 30 de abril de 2016

ARTURO Y PAZ

Retrato a dos voces
Siempre he pensado que una de las mejores formas de conocer a las personas era entrar en sus casas porque las casas te dicen de verdad como es la gente sin necesidad que nadie te lo explique. En el caso de Arturo Ripstein y Paz Alicia Garciadiego, una visita a su casa resulta tremendamente iluminadora sobre su manera de ser.

Arturo y Paz Alicia, Rip y Paz como se llaman entre sí, viven en el décimo piso de un edificio de la Colonia Condesa, uno de los barrios más bonitos de Ciudad de México, rodeados por dos grandes parques: el Parque España y el Parque México. Ripstein nació en esta misma colonia y prácticamente no se ha movido nunca de ella. Ni siquiera cuando el gran temblor de 1985 la destruyó en un 50%.

A la casa se entra directamente desde el ascensor y uno no puede imaginar al pisar el oscuro vestíbulo, la cantidad de niveles que tiene esa vivienda. Primer dato significativo: como sus películas Rip y Paz no habitan un lugar amplio y despejado, sino una casa llena de rincones, habitaciones escondidas y territorios ocultos que tan solo desvelan a los extraños si les apetece hacerlo.
A la izquierda de la entrada se encuentra una cocina funcional, un comedor pensado para comer y no para lucir y una amplia y luminosa salita que abre sus puertas a una terraza cuajada de plantas. En esta sala, donde no faltan botellas de todo tipo, es donde reciben a los amigos. Es uno de los centros de la casa. Pero hay otros.

A la derecha de la entrada se abre una pequeña habitación: es el estudio de Paz. Ordenada casi hasta niveles patológicos, Paz llega incluso a cubrir cada noche su ordenador con un precioso tapete de tela. En las paredes llenas de libros se puede ir descubriendo una biografía en fotos de Paz: cuando era pequeña, con Ripstein, sus hijas. Todo ocupando el lugar justo para que este espacio sea el más confortable a la creación de sus universos barrocos. Parece que Paz necesitara un orden espacial donde poder desarrollar el caos emocional de sus complicadas y elaboradas historias.
Una escalera semioculta conduce al piso de arriba donde está el estudio de Arturo. Un poco más grande que el de Paz, está tan lleno de cosas que parece que no haya espacio para moverse. Las librerías no contienen solo libros y guiones. En ellas se acumula una multitud de pequeños objetos ya que Ripstein es aficionado a las miniaturas de cualquier cosa: flores, animales, muebles, calaveras. Todo pasa a engrosar un museo que desvela algunas de sus obsesiones y que se traduce en su cine en cuidados y pequeños detalles que no siempre se descubren en una primera visión. Entre todos estos objetos hay unos cuantos privilegiados: son las cosas que heredó de don Luis Buñuel, cosas que Ripstein conserva con una veneración que no reconoce verbalmente, aunque la expresa con sus gestos.

Pero lo mejor de ese piso de arriba es la terraza a la que se sale por una ventana- nada es sencillo en el universo de los Ripstein-. Una terraza desde la que se contempla una de las imágenes más insólitas y atractivas de la Ciudad de México, una vista de la enorme metrópoli, y a lo lejos, en los días claros, los dos grandes volcanes que velan sobre el Distrito Federal desde tiempos inmemorables, el Popocatepetl y el Itztazihuatl.

Hablar con los Ripstein es siempre apasionante. Puedes incluso discutir con ellos –son muy peleones y el Wrong (equivocado) de Arturo cae continuamente para contradecir a sus interlocutores. Compartir con ellos una charla es siempre un ejercicio de agilidad mental. Pero son muy distintos. Mientras Arturo es más reflexivo, Paz es un torrente descriptivo. Ambos se complementan y de escucharlos juntos se obtiene una información mucho mayor que si solo se hablara con uno. Paz es la palabra arrebatadora, ya sea contando como conoció a Ripstein, el rescate de La mujer del puerto en una carretera perdida de California o su última pelea con un empleado que pretendía –iluso- impedirle subir a un avión. En cambio Arturo es la mirada escrutadora. Excelente combinación: Paz habla –por tanto escribe guiones-, Arturo mira –lógicamente hace películas.

En la vida de ambos hay un antes y un después clarísimo: el año 1985. El año que tembló México pusieron las bases de su vida en común. Se conocieron unos años antes, pero fue en septiembre de 1985 cuando decidieron vivir y trabajar juntos. Antes de eso para Arturo hubo películas, hijos y problemas; en el caso de Paz hubo maridos, hijas y problemas. Desde entonces hay, para los dos, una comunión de ideas y de proyectos en los que han incorporado todo su pasado en un futuro único. Forman una de esas extrañas parejas de cine –solo me viene a la memoria otra muy distinta, pero igualmente fascinante, la de Jean-Marie Straub y Danielle Huillet- en la que el trabajo y la vida están tan integrados que no hay posibilidad de separarlos.

Por eso esta entrevista, realizada a principios de marzo de 1997 en su casa de México, los tiene a los dos de protagonistas. Al principio Arturo hablaba y de vez en cuando Paz le interrumpía con un “pérate, pérate, déjame contarlo”. A medida que la conversación llegaba a la época de su trabajo en común, ya no había interrupciones sino un diálogo entre ellos y nosotros.
(Arturo Ripstein. Festival Internazionale de Cinema Giovani, Turín, 1997)

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